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Los pueblos, en su mayoría, defienden y viven arraigados a sus costumbres y tradiciones, tanto que tratar de juzgarlas o menospreciarlas es motivo de la más grande ofensa para estos, sin importar que muchas de estas atenten contra la integridad física, tanto de personas como de animales, por ejemplo, las corridas de toros, las fiestas de corraleja, las riñas de gallo, por mencionar algunas.
En torno a estas manifestaciones, empotradas en el diario vivir de la gente del común, surgen voces a favor y en contra. En las primeras encontramos tesis de muchos gestores y promotores de estas celebraciones, quienes consideran que vetarlas sería como castrar el emblema cultural de un pueblo. Por otra parte, en la segunda encontramos asociaciones de corte humanista, ambientalista, feminista, incluso hasta anarquista, quienes no vacilan en señalar todo este cúmulo de tradiciones como verdaderos lastres sociales, espectáculos grotescos donde se le hace honor en muchos casos a la violencia.
Pero al margen de esta disyuntiva, este es un dilema fácil de dirimir y que, antes de emitir juicios a favor de uno u otro, más bien se debe sopesar en sus pros y contras, viviéndolo y conociéndolo desde adentro, pues si bien muchas tradiciones se han deformado o prostituido en su esencia, con el trasegar del tiempo, no sería descabellado tratar de moldear aquellas que atenten contra principios esenciales, es decir, la solución no es abolirlas o dejarlas incolumes, sino ajustarlas acorde a la visión de una sociedad a la que le urge fomentar espacios de tolerancia y sano esparcimiento. |